
Lluvia de limones

Acontenció un día 7 del cuarto mes, estaba muy feliz de haber ido a la casa de mis abuelos después de tanto tiempo. Una gran parcela con campos de cultivos. Sembrados habían tomates, papas y cebollas.
Mi abuelo contaba acerca de sus cosechas y quehaceres, ¡Que ricas han salido las sandías este verano! Nos informaba alegremente, toda la familia estaba contenta de estar allí, despues de tantos trámites debido a mi condición, no había tiempo para estar con los seres queridos. Sin embargo al estar con mis abuelos, una calma total se apoderaba de mi, no podía evitar acordarme del limonero en la parte de atrás de la casa. Le pregunté a mi abuelo sobre él, para mi agradable sorpresa, contestó: Este limonero nos ha recompensado con los mejores limones de la ciudad, da todo el año y por más que saque nunca se acaban, ¡que curioso! Mientras nos miraba con una gran sonrisa.
– Vamos a sacar limones, tata. – le dije, a lo que él, con rapidez se paró de su asiento y lo seguí hasta el patio. El resto de la familia se quedó adentro.
De entre unos arbustos sacó un largo palo que en su punta tenía una especie de gancho, para sacar de cuajo los limones en lo alto del árbol. Me lo entregó, diciendome que yo sacara para que viera como es. El arbol estaba repleto de limones, escogí uno, y enganchandolo, tiré hacia abajo, el limón cayó, se machucó contra el piso y rodó hacia un lado produciendo un sonido en especial. Le devolví el palo para ver el limón. Era grande, muy amarillo y oloroso, sinceramente, de los mejores limones que he visto, la piel era suave, porosa. Combinado con el cálido sol veraniego, se me hacía agua la boca por una limonada. Le di una mordida de lo rico que se veía, era muy jugoso y ácido. Mi abuelo me miraba sonriendo. Me alejé un poco del árbol ya que el me lo indicó. Con el palo enganchó una rama alta, gruesa, empezó a sacudir el árbol para que cayeran limones. Poco a poco empezaron a caer, se machucaban y luego rodaban, produciendo un sonido peculiar. Eran muchos, caían con fuerza, dejando impregnado todo el ambiente con olor a limón maduro, un limón amarillo y oloroso. Perdí la noción del tiempo, sólo veía a mi abuelo sacudiendo enérgicamente el árbol, mientras los limones caían y caían, siempre machucandose para luego rodar hacia un lado. Fuerte era el aroma, inundaba mis pulmones, parado seguía yo, contemplando inmóvil la escena.
Una especie de malestar se había apoderado de mi cuerpo no se en qué momento, me sentía mareado y con un poco de nauseas. Seguía mirando los limones caer, sonaban, se machucaban y luego rodaban, dejando su aroma en todo alrededor. Grandes, amarillos limones, caían y caían. Me sentía sofocado, paralizado a la vez, que no podía hacer mas que sentir ese aroma y ver ese color, ver esa suave piel amarillenta, estrellándose contra el piso, y siempre para luego rodar. La escena ya me resultaba estresante y agotadora. «Lluvia de limones», resonaba esa frase en mi mente, mientras veía caer los limones, que se iban acumulando en mi visión, poco a poco. «Lluvia de limones», volvía a mi esa frase. Los mejores limones de la ciudad, pensaba. El árbol seguía siendo sacudido por mi abuelo, los limones seguían cayendo, yo estaba agotado, con naúseas. La escena me superaba. «Lluvia de limones» me repetía, amarillos, bellísimos, su olor llenaba mis pulmones y me asfixiaba. Me sentía bastante mal, los limones llenaban mi vista, solo veía ante mi ya limones, grandes y maduros, olorosos y machucados que rodaban. Desapareció del panorama mi tata, el árbol, el piso, sólo veía ante mi muchísimos limones. Lluvia de limones, lluvia de limones, el eco de esta frase resonaba en mi mente. Eran demasiados limones, me empecé a ahogar en ellos, siempre olorosos, ácido y amarillo, estaba desesperado. «Lluvia de limones». Ya no sentía mis pies, tampoco mi cuerpo, sólo estaba allí rodeado de limones, una gran pesadez se apoderaba de mi ser. Sentí ganas de vomitar, pero ni eso podía hacer. «Lluvia de limones», resonaba en toda mi cabeza. Creí irme de espaldas, caer, abandonado al malestar. A lo lejos sentí unas voces que gritaban mi nombre, asustadas, escuché a mi madre llamar por una ambulancia. Yo estaba sofocado al máximo, una pesadez enorme en todo mi cuerpo, ganas de vomitar, ningún pensamiento racional en mi mente, sólo veía limones, lleno de limones, amarillos, nauseabundos, maduros, los mejores de la ciudad. Lluvia de limones… Me desvanecía y lo único que podía pensar era en esa frase, en esos grandes apestosos limones, rodeando todo mi cuerpo. «Lluvia de limones» seguía repitiendome, mi cuerpo convulsionaba. Lluvia de limones, lluvia de limones, ¡lluvia de limones! ¡Por Dios como odio los limones!
Por: Relmu Carrasco Santis
